UN PERRO HERIDO (361219 UN GOS FERIT): 

Lluis Capdevila. Publicado en La Humanitat, el 19 de diciembre de 1936

 

Primeras horas de la tarde en un poblado de avanzada. Nieve, frío. Los árboles, negros, tienen un bordado blanco de nieve. De los tejados, balcones y ventanas cuelgan graciosas estalactitas de hielo. La montaña que cierra el pueblo -detrás de la que está el enemigo- está toda enharinada. Los campos de azafrán-que constituyen la riqueza del país- son una ancha capa de un morado lívido.

Hace un frío intensísimo, y como consecuencia del frío siento como si me pincharan la cara y los pies con agujas. Debemos estar a seis o siete grados bajo cero.

Me habían dicho que en los pueblos de esta región los facciosos utilizaban a los perros para el espionaje. Lo había podido hacer confesar a un prisionero. Los espías conviven con nosotros, en los pueblos ocupados por nuestras fuerzas: están en el café, en la calle, en la casa donde se alojan los milicianos. Estos espías se comunican con los facciosos, enterándose de todo lo que hacemos y lo que pensamos hacer, por medio de perros. Por ello, entre los deberes del miliciano es necesario que haya el de la discreción, el saber callar. Unas palabras imprudentes pueden costar la vida a muchos compañeros.

Me habían contado este procedimiento de espionaje y hoylo he podido ver.

Se oía, lejano, el rumor del combate. De repente en la blancura de la carretera desierta ha aparecido la mancha negruzca de un perro. Cuando se ha acercado más he podido ver que corría de una manera extraña, rota, irregular, a sacudidas, haciendo grandes zigzags. Cuando ya estaba a mi lado he visto que dejaba florida la nieve con un rastro de flores de sangre. Arrastrándose penosamente ha venido a caer a mis pies.

Me he agachado a recoger al pobre animal y lo he metido a peso -y pesaba de verdad- en la cocina. Lo he dejado en el suelo, sobre una manta, a la lumbre. Tenía una herida en el cuello y la bala, de pistola, le había salido por el pecho. Al quitarle el collar he encontrado un papel que decía: «¡Ojo! Los rojos vienen a atacaros».

Después he sabido que este perro lo habían enviado al pueblo que estamos atacando en estos momentos unos vecinos – tres hombres que con el pretexto de ir a trabajar al campo habían salido a media mañana con el perro del pueblo que ocupamos ya hace días. Se ve que al advertir que el ataque ya había comenzado, para no comprometerse habían disparado contra el pobre animal y habían huido. El perro, al sentirse herido, había vuelto al pueblo.

Es un perro lobo de magnífica presencia, de magnífica estampa. Mientras yo, arrodillado a su lado y ayudado de una mujer de la casa -que me ayuda por fuerza y mirándome de vez en tanto con una gran extrañeza, puesto que al ver el perro, ha dicho que «los animales no merecen tantos miramientos» – le lavo la herida, él me mira con sus grandes ojos color de tabaco en los que hay una ternura y una dulzura casi humanas. Y en los que hay una nobleza que pocas veces he visto en la mirada humana.

De vez en cuando se ve que, curándose se lo hacemos mal, y aulla tristemente. Como es difícil restañar la sangre, le ponemos unas gasas como si le pusiéramos una bufanda y le acercamos una cazuela con agua.

Satisfecha la curiosidad que les había reunido en la cocina campesina, los milicianos vuelven a fuera. Lo comprendo, porque contemplar el sufrimiento de una pobre bestia no es un espectáculo demasiado agradable para ninguna persona medianamente sensible.

He procurado, con toda la suavidad posible, dejar el perro bien tendido junto al fuego. Y me he levantado para sentarme en el banco.

El pobre animal, al ver que me alejo, me mira nuevamentecon una mirada empañada por el dolor. Yo le digo unas palabras, como si me pudiera entender. Él se ve que no tiene bastante con las palabras e intenta levantarse para venir a mí. Las patas, sin embargo, no le aguantan y cae lanzando un aullido. Entonces prueba de acercarse arrastrándose. Para evitarle el sufrimiento, que también me hace sufrir a mí -a veces uno sufre más por un animal que por una persona porque el animal es más noble, más leal y más inteligente que la persona- dejo el banco y vuelvo a sentarme junto al perro. Le paso la mano por el lomo, húmedo de sangre y de agua, con una caricia suave. El perro está temblando con un temblor que da angustia. ha apoyado la cabeza sobre mis rodillas y, seguramente para probarme su agradecimiento, me lame la mano. Respira fatigosamente, pesadamente; el temblor se acentúa cada vezmás; de vez en cuando, aulla y diría que solloza; de tanto entanto el dolor es tan agudo que le obliga a cerrar los ojos; cuandolos abre me mira y parece como si su mirada la empañen las lágrimas.

En la casa y en la calle hay rumores, conversaciones, el ir y venirlos soldados con los zapatos claveteadas, la voz ronca de las bocinas … pero yo no oigo nada de eso. Yo oigo únicamente el estertor del pobre animal agonizante, que no me conocía, que no me había visto nunca, y que ha querido morir a mi lado porque yo había intentado curarlo, porque le había dirigido unas palabras de afecto.

Tengo el perro muerto encima de mis rodillas y aún mira con una mirada que nunca podré olvidar. Siento una pena profunda, entrañable, una cálida escozor en los ojos, una opresión en la garganta.

Ha caído la noche y la cocina campesina está negra y espesa de sombra, de una sombra que no puede vencer el fuego del hogar.

Afuera, lejano, suena un clarín.

 

Vivel del Río, Diciembre