A DOS KILÓMETROS DEL COMBATE (361212 A DOS QUILOMETRES DEL COMBAT): 

Lluis Capdevila. Publicado en La Humanitat, diciembre de 1936

 

A las ocho de la mañana se ha dado la orden a dos centurias de que avancen por la carretera. En combinación con ellas, otra centuria tiene la misión de ocupar unas cimas de la derecha que la nieve y la niebla hacen casi invisibles. Por el ala izquierda ocupan posiciones, desde las primeras horas de la madrugada, otras fuerzas nuestras que luego, tomado el pueblo, se desplegarán hacia el otro objetivo que les ha sido fijado por el alto mando en esta jornada.

(Me tenéis que perdonar este léxico tan bélico: «el ala izquierda», «desplegarse», «ocupar posiciones», «el objetivo fijado», etc. Os doy mi palabra de que nunca había oído hablar así. Ahora, sin embargo, no oigo hablar de otra manera y es natural que se me haya pegado un poco. Soy, pues, como se puede ver, una víctima más de la guerra; de esta cosa innoble, idiota y salvaje que es la guerra; de esta locura de la guerra que odian todas las personas verdaderamente civilizadas. A pesar de emplear alguna que otra palabra del vocabulario que podríamos llamar bélico, os confieso y eso me satisface plenamente, que no entiendo nada de cosas de guerra. Tanto es así que había propuesto una fórmula para seguir la campaña, una fórmula que habría podido dar grandes resultados, y ha sido rechazada por absurda. La fórmula consistía en aplicarla semana de cuarenta horas a beligerantes: los lunes, domingos y sábados por la tarde descansar, y los otros días hacer la guerra a horas, cada dos horas por ejemplo. Indudablemente duraría más. Pero quizás se cansarían más los unos y los otros y se volverían a casa, que hacen más falta que en el campo de batalla.)

Con los tenientes coroneles Pérez Salas y Bosque, el capitán López Segarra y el diputado Canturri hemos entrado en una casa de la carretera. En esta casa, alrededor de un ancho hogar, intentan hacer pasar el frío varios milicianos (digo intentan, porque o bien hay demasiado hogar o bien hay demasiado poco fuego). Arden unos sarmientos míseros, y estos muchachos alargan las manos yertas. Uno de ellos, enroscado en el banco, duerme.

Pérez Salas, Bosque, López Sagarra, Canturri y yo – Molina ha partido con un pelotón camino de Fuenferrada – entramos en otro cuarto de la casa. En esta cámara hay una mesa de comida con restos de la cena de la noche anterior, una ventana mezquina como una aspillera, por la que entra una gota de luz de la mañana nevada, y una estufa de carbón. Esta estufa tampoco calienta mucho, pero tiene la ventaja de que llena la habitación de humo y hace la atmósfera irrespirable.
Por la ventana se ven bailar los copos de nieve.

Toda la miseria, toda la fealdad, toda la vulgaridad del cuarto rústico desaparece cuando se piensa que desde aquí se dirigirá el ataque.

Una vieja, con perfil de bruja – yo la he visto en algún aguafuerte de Goya – despeja la mesa. Alguien, no recuerdo ahora quien, ha extendido un mapa, y ahora el jefe de la columna y otros militares lo consultan.

Yo pienso en los milicianos amigos que he encontrado aquí en Vivel del Río. Hemos hablado, hemos recordado Barcelona, Alcañiz. Hemos recordado horas de Barcelona, de Alcañiz. Después nos hemos estrechado la manoy hemos partido hacia el combate, bajo la nieve y adentrándonos en la niebla.

A algunos de estos milicianos quizás ya nunca más los veré. Y eso es lo más terrible, lo más trágico de la guerra: este aliento fugaz, esta sensación de inestabilidad. Más que la muerte, es terrible pensar que ese niño que ríe, esa mujer joven y bonita, ese soldado puedan morir. En tiempos de paz los habríamos visto en un paseo, en un teatro, en un hogar amigo, y, a pesar de saberlos mortales, no habríamos pensado en la muerte. Es la guerra, la batalla, la vista de las armas, el rumor de la fusilería lo que nos hace pensar.

Comienza a funcionar el teléfono de campaña. De vez en cuando se oye, acercándose, el galopar de unos caballos: son los enlaces que vienen a informarnos de la marcha – de la buena marcha – de las operaciones, y a recibir órdenes.

Sigue nevando y la estufa se ha apagado. Mientras van a buscar leña -lo que aquí no es tan fácil como parece – para combatir el frío, me tomo, ante el asombro de Pérez Salas, Bosque, Canturri y López Segarra un tazón de vino caliente con canela y azúcar.

 

Vivel del Río. Diciembre.