BAJO LAS BALAS ENEMIGAS (361215 SOTA LES BALES ENEMIGUES): 

Lluis Capdevila. Publicado en La Humanitat, el 15 de diciembre de 1936

 

A dos kilómetros de distancia luchan las milicias catalanas. Saliendo a la puerta de esta casa que nos alojará durante unas pocas horas, se oye el crepitar de la fusilería. Los técnicos, los que tienen práctica saben reconocer cuando dispara el enemigo y cuando disparamos nosotros. A mí, que no lo había vivido nunca y que ahora más que nunca la guerra me parece algo estúpida y odiosa, me gustaría más no tener que reconocer cuando disparamos nosotros y cuando disparan ellos. A mí me gustaría que no tuviera que disparar nadie. Se ve, sin embargo, que esto no puede ser cuando se está obligado a tratar con salvajes como, desgraciadamente, estamos obligados nosotros.

Ha llegado un enlace pidiendo refuerzos para el ala derecha. Inmediatamente han sido dadas las órdenes oportunas. El sonido enronquecido de una trompeta -enronquecido de frío- rasga el aire de la mañana. Delante de la casa forman los soldados, dispuestos a partir para ayudar a sus compañeros.

La pareja de enlace, a caballo, vuelve a la línea de fuego. Canturri, muy entusiasmado con toda esta hazaña bélica, toma una foto. Sin pensarlo, casi sin quererlo, casi sin saberlo, me voy -aunque parezca extraño- con las tropas que dentro de unos breves minutos entrarán en combate. Ha sido un impulso que no sé explicarlo, algo instintivo. Sé que, lamentablemente, no podré ayudarles en nada, y, a pesar de saberlo, me voy con ellos. Y es que no sabía, no podía quedarme en la lumbre mientras estos muchachos marchaban tal vez para no volver. Cuando toman parte hermanos nuestros -y aquí en estas tierras de Aragón he aprendido que la palabra hermano no es una palabra vana- la lucha da más angustia de lejos que de cerca. Actor en la lucha, su grandeza embriaga. Espectadores, por poco sensible que sea el espectador, una mano de hielo parece apretarnos el corazón. No se puede apartar de la idea de que, a unos cuantos cientos metros de distancia, hay unos hombres que se están matando. La angustia se vuelve cada vez más terrible, más acentuada, en un crescendo espantoso. Oís los tiros, veis la sangre y el contraerse del rostro atenazado por el dolor.

Por eso he ido, que no por valentía. Simplemente: no podía aguantar más.

Al poco rato de caminar – un escozor terrible en los pies: el frío – perdemos de vista Vivel del Río, las últimas casas que desaparecen dentro la niebla. No vemos nada a diez pasos de distancia. Casi no vemos ni el camino por donde caminamos. Si no fuera por el frío llegaríamos a creer que avanzamos por el interior de una nube de algodón. El chasquido de la fusilería se oye cada vez más cercano. Se distingue perfectamente, incluso para un profano como yo, el disparo de las ametralladoras. Se oyen, además del fuego de la fusilería, los gritos de los combatientes. Se ve que los del pueblo se defienden. No esperábamos una resistencia tan fuerte, pero seguimos atacando, seguros de la victoria.

Ha avanzado una patrulla para ponerse en contacto con los que ya luchan para advertirles que llegan los refuerzos solicitados. Estamos tocando el pueblo -Fuenferrada- y no lo vemos. Los gritos se mezclan con las detonaciones, que rasgan la niebla. Un grupo de rebeldes se ha hecho fuerte en la torre de la iglesia- sin pensar que eso de convertir la casa de Dios en una barricada no es demasiado cristiano- y nos está ametrallando. Yo he sentido más de una vez una rápida bocanada de aire en el pelo, igual que la de los ventiladores giratorios que tan placentera nos es en verano. Ahora, sin embargo, no me ha hecho ninguna gracia, pues sabía que en lugar de un ventilador se trataba de una bala. Se dispara sin ver al enemigo, guiándose únicamente por los gritos de unos y otros.

Yo he deshecho el camino, alejándome un poco del combate, entre otras razones porque no puedo ayudar en nada, pues en momentos como este vale más la ametralladora que la estilográfica, y porque no me gusta el papel de mártir ni ante la perspectiva que se diera mi nombre a una calle.

Además -y este es uno de mis pocos orgullos- siempre he odiado la guerra y he creído, como René Arcos, que lo que no puede defenderse más que a disparos o cañonazos, no merece ser defendido. Y esto lo deberían tener muyen cuenta – si la cabeza les sirviera para algo más que para peinarse o ponerse un sombrero- los que han desencadenado esta guerra incivil.

El fuego de los contrarios es cada vez más débil, más intermitente. Pasan, de regreso a Vivel del Río, unas camillas con heridos, algunos de los cuales no llegarán con vida. Uno de ellos, grita, desesperadamente:
-Dejadme! Dejadme, que aún puedo luchar! no me llevéis al Hospital, que quiero estar con vosotros cuando entréis en el pueblo!

Hemos entrado, al fin. Sus defensores habían muerto o habían huido. Hemos hecho tres prisioneros: una mujer y dos hombres. Los tres son viejos y el pánico no les deja hablar.

 

Fuenferrada. Diciembre.